lunes, 18 de abril de 2011

De la punta del país parti. (primera parte)

Vacaciones y aventuras, lugares lejanos con historia aprendida desde la primaria y las imparables ganas de conocerlos.
Con estos pensamientos partimos hacia las provincias del norte, más precisamente a Jujuy, Salta y Tucumán.
La idea es contarles diferentes experiencias vividas en esos pagos, cosas que quizá hoy no sepan y que si las saben, aumentarles el ánimo de irse allá, lejos, a la punta del país.
Si bien el viaje empieza en San Salvador de Jujuy, no quiero detenerme en esa ciudad, no por considerarla menos atractiva que otras, pero quiero comenzar con lo más llamativo de mi viaje, justamente con lo más desconocido.
 Nuestra segunda parada fue en un pueblito salteño llamado Iruya, el cual está en medio de montañas soñadas en la frontera entre las provincias de Jujuy y Salta.
Pintoresco desde el viaje en un micro escolar, con las mochilas colgando del techo y alguna que otra olla caída en viaje, las ocho horas que parecen interminables por lo difícil del camino de ripio, se desvanecen en cuanto el paisaje aparece.
De calles empinadas empedradas, y un puente que divide el pueblo en dos, de inmediato se sintió la sensación de estar en la NADA.
Cuando se ingresa, se ve una iglesia preciosa, de cúpula azul que resalta entre tantos tonos marrones y rojos y un centro turístico de lo más rudimentario emplazado en la calle y con un gazebo blanco por toda protección contra el fuerte sol norteño.
Allí nos informan sobre las actividades y lugares destacados del área, como por ejemplo San Isidro de Iruya (queda a ocho kilómetros de Iruya), el mirador, la importante Iglesia y las posibilidades de alojamiento, luego de eso a explorar por nuestra cuenta.
Subiendo las estrechas calles que cansan por su ángulo poco cortes con mi estado físico,  se llega a un mirador que da una vista hermosa del pueblo, en la cual se puede ver la cancha de futbol de piedra y el puente que permite la conexión entre las localidades de La Banda e Iruya, este puente fue inaugurado recientemente y permite un paso seguro entre ambos pueblos, lo que antes era a pie o a caballo (cabe destacar la tardanza de esta obra tan importante para los lugareños).
Pero lo que impresiona del paisaje, son las casas, en su mayoría rudimentarias construcciones de adobe que dan el marco perfecto para relajarse y olvidar que existe una ciudad.
En un lugar donde tiene prioridad un burro suelto o donde darle de comer a un cabrito en la calle cual perro callejero es de lo mas normal, no es nada raro que el alojamiento haya sido una casa de familia en la que, por raro que nos parezca a los porteños, teníamos la libertad de abrir la puerta sin llave, de usar el baño y el living como si fuera NUESTRA CASA.
La hospitalidad de esta gente y su ritmo de vida es lo más atractivo de esta localidad, alejada pero que sin dudas, debería ser paso obligado a todo aquel que quiera conocer los rincones de Argentina que  no aparecen resaltados en los mapas turísticos.

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